La lidia de toros, tal como la actualidad la conoce, no tiene más de 300 años como práctica en unos pocos lugares del mundo. En Colombia, apenas 100 años cumple el festejo organizado para ver torturar, y sacrificar toros como diversión, traída, es cierto, por los colonizadores españoles en tiempos de la colonia y afincada la fiesta por “emprendedores empresarios” que desde entonces se lucran con semejante maltrato y sacrificio de los animales de la “fiesta”.

¿Qué tradición?, pues con semejante criterio, se justificarían espectáculos como la cacería (de la cual el toreo es una réplica tan degradante como divertimento del pasado. O, los “festejos” del circo romano donde el público asistía a ver el sacrificio de cristianos en las garras de fieras famélicas. O, el ritual vergonzoso de asistir a los ajusticiamientos de seres humanos a nombre de la santa inquisición y sus crueles tradiciones de hoguera y tormento.

¿Qué tradición cultural?, las costumbres no siempre son cultura. Más aún: pueden encarnar la barbarie como ocurre con la cacería por diversión. Y si artistas o poetas se remiten al tema taurino (Federico García Lorca, por ejemplo), es pensando en la vida y los riesgos suicidas del torero o en la suerte acribillada por la ferocidad humana de los animales condenados al sacrificio morboso.

¿Qué tradición popular?, lo popular no siempre justifica las conductas del pueblo que se impregna de emotividades inferiores por cuenta de los pregoneros insidiosos de un desastre, una asonada, un linchamiento o una ejecución. No se conocen, cuántas y cuáles consideraciones subjetivas, obraron en la decisión enmarañada entre la carpintería jurídica, tenidas en cuenta para la ponencia del magistrado que autoriza en todas sus partes el repugnante espectáculo tauromáquico en nuestras ciudades, barriendo con un plumazo el esfuerzo legislativo para reducir en lo posible la crueldad del espectáculo taurino; como lo hicieron en su momento las autoridades de Bogotá, Medellín, Sincelejo, Cali, plazas muy rentables del empresariado toreril y el círculo itinerante de sus seguidores.

Perseverar en el camino de su prohibición es un mandato del sentido común y la ética; del bienestar psicológico y físico de las nuevas generaciones que por demás no quieren saber nada de corridas de toros aquí y en el mundo. Es el reto de los legisladores ahora.

Fuente: Fundación Amigos del Planeta.

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