Muchos son y de diversas causas, los síntomas que indican que la tierra está enferma; que agentes perturbadores de su salud rondan por todos los costados de su esférica superficie, desde el enrarecimiento de su atmósfera, el cambio climático, el calentamiento global, hasta la presencia del virus que se trasforma y ataca la salud y la vida de su habitante humano.
La tierra, ésta misma tierra-madre, la Mama Onclo venerada y protegida por las antiguas poblaciones precolombinas que habitaron el continente americano, que supieron comprenderla como madre generosa de la vida de todo cuanto en ella existe. Sabio mensaje de nuestros antepasados que no hemos terminado de asimilar y comprender.
La tierra, esa infinita partícula del universo que hace parte de la colosal inmensidad en movimiento; el planeta que gira al rededor del sol en matemático movimiento.
La tierra, esa generosa superficie de humus que nos prodiga en las eras la riqueza nutricia, la vida y los sueños de quienes labran con devoción sus surcos y sus demás habitantes –todos- que dependemos de sus cosechas.
La tierra, que ha soportado en sus lomos milenarios la aventura de Ser de los seres humanos en su camino de civilización y de barbarie, convertido a veces en su verdugo a nombre del progreso o el egoísmo.
La tierra que representa una unidad, una totalidad de múltiples y complejas dinámicas y equilibrios, quebrantados por el único agente inteligente que la puebla: el ser humano; porque es él el autor primigenio de todas sus dolencias, aparentemente producidas por otros factores, ya que el calentamiento global o los fenómenos climáticos y los trastornos geológicos son fruto del ser humano.
Salvar la tierra ha de ser el único propósito racional de la inteligencia del hombre en esta era de desolación completa. La pandemia que sufrimos ha desnudado el macabro espectáculo de la explotación destructiva; la tierra, suministra bienes al ser humano que éste debe ponderar racionalmente a fin de preservar el futuro de la especie.
Fuente: Fundación Amigos del Planeta.