Del maltrato que el ser humano infringe a otros seres vivos (animales), se sabe que es una afrenta a sí mismo, a la dignidad que se soporta en la inteligencia que distingue a nuestra especie. Pero además –se ha dicho-, quien es capaz de torturar a un animal, se apresta para hacer lo mismo con otro ser humano: raíces de la violencia social.
Una racha de violencia contra los animales caracterizó la semana que acaba de pasar: un caballo y un perro masacrados en el Valle, fruto de la ira esa sí irracional de sus dueños; otro perro torturado en Nilo, Cundinamarca; la babilla sacrificada a escopetazos en el Magdalena medio, son, entre otros, los casos reportados.
Pero nada se dijo de los “festivales” que por estas épocas se constituyen en certámenes multitudinarios para gozar con la tortura a toros y vaquillas en las nefastas corralejas; el gobierno, por su parte, no ha adoptado políticas para defender a las abejas que son fuente de vida y que con los fungicidas y demás venenos se encuentran en vísperas de la extinción. Hay cultivos donde sus dueños se han visto precisados a suplir el necesario oficio de las abejas en las tareas de multiplicar los frutos de la tierra, por el trabajo manual de obreras que deben hacer parte de las familias de apicultores arruinadas por el apicidio.
Es sin embargo posiblemente positiva la diligencia de la fiscalía en investigar, detener y sancionar a los causantes de muerte y tortura a los animales; dicen esas estadísticas que de 60 infracciones a las normas que protegen a los animales, hubo 50 condenas.
De otra parte, el drama de los hipopótamos importados por el criminal Pablo Escobar, está radicado en los tribunales, ante las varias disyuntivas que el problema plantea que va desde su costosa esterilización, pasando por su difícil “re-exportación”, hasta la pena de muerte para ellos.
Todo lo anterior hace parte de la indolencia social y la indiferencia del Estado ante el maltrato animal.
Fuente: Fundación Amigos del Planeta.