El adiós de Ángela Mariño, la joven veterinaria colombiana, tocó miles de corazones, no estuvo lleno de flores… sino de alimento, de alimento para los animales que ella dedicó su vida a proteger.

Ángela, consciente de que su enfermedad terminal avanzaba, pidió un último deseo: que quienes fueran a despedirla no llevaran flores, sino comida para perros y gatos en situación vulnerable. El día de su funeral, sus amigos, colegas, vecinos y desconocidos llegaron cargando bolsas enormes, pequeñas, medianas… todas con el mismo mensaje: gracias por enseñar que amar a los animales también es una forma de sanar al mundo.

Su despedida se veía así: montañas de croquetas y donaciones apiladas con cariño y entre ellas, un perrito que parecía cuidar el homenaje como símbolo silencioso del impacto que Ángela dejó en el mundo. No era un velorio común, era un recordatorio vivo de su propósito.

Las donaciones, ahora reunidas y listas para llegar a distintos refugios, son mucho más que alimento: son la prueba de que Ángela sí pudo multiplicar su amor, incluso después de partir.

Su legado no terminó con su lucha; empezó ahí, porque Ángela demostró que una vida dedicada a la bondad jamás se apaga: se queda en cada plato lleno, en cada animalito rescatado y en cada persona que hoy entiende que amar hasta el final, también puede cambiar destinos.

En sus propias palabras, aspiraba a que otros se sumaran a esta forma de decir adiós, «haciendo algo más significativo que gastar un montón de dinero en flores que se van a pudrir y no genera un impacto positivo, como si lo podría tener dejar un legado”.

Fuente: Agronoticias

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